miércoles, 28 de enero de 2015

443. A esta hora mi papá estaba esperando en el cajón, mientras escuchaba muchas idioteces.




445. Hola pa, hoy se cumple otro año.

No me preguntes por mamá, no te podría mentir y lo que tengo para contarte no creo que te gustará. Otro día quisiera hablarte con más detalle cómo fueron los hechos que siguieron a tu último latido, al rictus que te atravesó el pecho y te relajó la cara a tu partida. No hoy, pero en otro momento te relataría sobre las acaloradas discusiones que tuve con tus hijos, que ya habían venido vestidos de negro: de si sentías, de si sufrías, de si convenía apurar el trámite para evitar pagar otra noche y encima en vela. También, de cómo y en dónde enterrarte, con la feliz frase de Sergio diciendo que si era por él, te dejaría tirado en la calle hasta que te comieran los perros. Y de lo que siguió: la trampa en la que me hizo caer Sergio con el pagaré de la AMIA. El rabino Goldberg, al que logré traer aun y a pesar de estar él mismo en medio de su propio duelo por la muerte de su padre. Tu velorio. Tu entierro.
[...]
De mi prohibición rotunda a que Klein concurriera al día siguiente al cementerio para tu entierro, mientras yo apoyaba las palmas de las manos sobre el Maguen David de la madera de tu cajón. Fui categórico, no me tembló ni el pulso ni la voz, le aseguré que no lo expulsarían los guardias sino que lo haría con mis propias manos, agarrándolo de los pelos. No debo olvidarme del ataque de nervios de Analía en la explanada del cementerio una vez que terminó la ceremonia. Quiso atacarme por la espalda, a los golpes. La tuvieron que atar y amordazar. A falta de mamá, ella pudo reemplazarla perfectamente en sus escenas locas, quedate tranquilo. También te contaría de la ausencia y la traición desfachatada de tus grandes amigos, como Aisemberg y Appelbaum. No sólo no fueron a tu entierro, luego te negaron con insistencia.
[...]
Sobre mamá, ya sabés que podés esperar de todo. Ahora mismo está de novia con un señor de 90 años, quien le hace mandados y otros servicios que requieren de dinero. Vos siempre lo decías: es un amor, es adorable, es superinteligente. No hay duda, papá. Es una gran hija de puta. Nunca preguntó por vos ni te fue a visitar. Nunca derramó una sola lágrima en tu memoria, mucho menos una oración. En cuanto a tus hijos mayores, los elegidos, los indagan en dos semanas y tal vez antes de fin de año, sean procesados. El delito: estafa y administración fraudulenta. Sobre Sandra, sigue igual, no puede consigo misma. Trató cuatro veces de acuchillarme por la espalda, y Sergio terminó engañándola una y otra vez. Es que Sandrita no tiene suerte ni para traicionar. Igual está enojada conmigo.
Pero…, ¿por qué esa cara? Las cosas son como son y no como vos las quisiste hacer parecer. Lamentablemente.
[...]
Te amo papá, te extraño tanto, que no te podés llegar a imaginar. Cómo me hubiera gustado que vivieras aquí conmigo. Te cuidaría, Lucía te cocinaría rico, le tomarías español a Emma, jugaríamos picaditos con Andy y Juan e iríamos a verlos todos los fines de semana a jugar a la pelota. Cómo me gustaría abrazarte fuerte, festejar a grito pelado por cada pelota de ellos que cruzara la línea de meta y se estrellara contra las redes impasibles de los arcos de este pantano.
Chau, papá, hasta la próxima carta. Que descanses…
Te lo merecés igual.

martes, 27 de enero de 2015

374. Diálogo con Natalio.




438. Hoy es el gran día.

Juan, el primogénito del enano mayor, el de las zapatillas rojas y lengua geográfica, finalmente celebrará su Bar Mitzvá. Como terminó los estudios con dos años de retraso, el día anterior tuvieron que afeitarle los bigotes. El enano no alcanzaba, así que llamó a Raymond, su peluquero, ese que vive en la República de Hialeah y que le cortaba el pelo a Maradona antes de marcharse de la Isla para radicarse en el pantano.
Castorina y abuelita llegarán a primera hora a bordo de un chárter que Daniel Steimberg contrató al efecto. Los otros cuatrocientos asientos del avión, vendrán vacíos. Es que no han conseguido convocar a más invitados y la tripulación ha preferido concurrir a un festival en la playa. Natalio y Tony viajarán en un globo aerostático, que descenderá directamente en los jardines del Templo Judea. Lamentablemente, Isabel, Pilar y Dolores anunciaron que se encuentran algo indispuestas, y no podrán asistir a tan trascedente celebración.
Juan subirá al púlpito envuelto en una capa de terciopelo con los colores del Barça, el talit que le ha regalado Mark y en la cabeza llevará una kipá tejida por abuelita con hojas de palmera. Con su vozarrón comenzará a cantar las bendiciones que corresponden para antes de la lectura de la Torá, y le saldrán palabras en un dialecto que mezclará el inglés sureño del pantano, con hebreo agringado y un español salpicado de porteño. Desafinará aquí y allá. Emma lo seguirá atenta en la lectura y le irá apuntando palabra por palabra, que ella misma se ha aprendido de memoria hasta el hartazgo. Andy alternará entre quedarse dormido en las faldas de su mamá y hacer jueguito disimuladamente con una pelotita de papel abollado. Lucía llorará de la emoción y reirá de la vergüenza al ver que abuelita se persigna delante de los rollos de la Torá. El enano mayor vestirá riguroso smoking verde y no dejará de mostrar los flamantes dientes que McClane le ha alquilado para la ocasión. Sus poros rebalsarán de liberación y nunca dejará de gritar Amén.
Es que sí, hoy será un día de gran júbilo, Juan se redimirá para siempre y pasará a formar parte del pueblo elegido. A cambio de ello, el inspector, que oficiará como el Maftir de la ceremonia, le hará entrega de las tarjetas verdes para toda la familia.
Al finalizar, Jesús agasajará a los invitados con canapés de lagarto, maduros salpicados con pezuñas de chancho, platanitos aié aié y otras delicias caribeñas que el jefe ha importado exclusivamente para la hora del ágape.
Amén.

martes, 20 de enero de 2015

434. Apenas un deseo.




431. Nunca creí que llegaría tan lejos.

El clic del interruptor me lo mostró todo. Imposible respirar, una náusea me partió al medio. Ahí estaba él, mi Tribilín, el regalo de la abu, despatarrado contra las puertas del placard, con los ojos en blanco mirando hacia el techo; tenía el hocico y las orejas mutiladas. Lo había desfigurado. Una pieza de acero aún latía en la entrepierna del cadáver. La vieja camiseta tenía un agujero a la altura del pecho; era el epicentro de una herida de la que todavía seguía brotando, humeante, una salsa viscosa. Se me heló la nariz y no pude contener un vómito que enchastró la alfombra de la habitación con los restos de mi viaje de regreso.
Me restregué la cara contra un almohadón de pana que estaba sobre la cama. Estaba muy asustado y el olor era insoportable. Espié una vez más a mi pobre Tribilín: sus mitones negros colgaban sin fuerzas sobre los costados de su cuerpo, parecían pedirme disculpas. Otro espasmo me escondió detrás del almohadón. La perra, refugiada debajo de la cama, gimió con mayor intensidad. La voz de mi madre apareció de la nada, como si nunca hubiera abandonado la habitación. Con una dulzura que ni siquiera sonaba impostada, me preguntó: “¿No pensás felicitarme por tu cumpleaños? Nunca te olvides de lo que me hiciste sufrir en el parto.” La sombra de su cuerpo destilaba vapores de whisky. Corrí apenas el almohadón, y la piel se me erizó: era un espectro. La tenue luz ámbar sólo le iluminaba el rostro, apenas se le veían los orificios de los ojos. Tenía la cara cubierta con una máscara de crema blanca y el pelo había desaparecido debajo de una media de seda. Sin variar el tono, me dijo que me tenía otra sorpresa, que me había preparado mi plato preferido: “Danielito, limpiá este desastre y andá a comer, ya tenés todo servido. Yo me voy a acostar.”


miércoles, 14 de enero de 2015

432. Pero su madre no usaba solamente cuchillos en sus escaladas perversas.




430. El grito del portero eléctrico lo arranca de las profundidades.

Una sorpresiva irrupción que igual agradece. Se aleja de la ventana y va hasta la cocina para atender. Le preguntan si tiene algo para afilar. Parece ser don Ramón, el afilador, haciendo su ronda del mediodía. Lo recuerda ya anciano, con el esmeril montado en la parte de atrás de su legendaria Wanderer. Se le escurre una sonrisa de media cara. “¡Qué patético!” —piensa. “Sí —debería haber contestado—, la colección entera de cuchillos que mi madre cultivó hasta que la encerraron.”
Don Ramón parece haber adivinado que hay alguien en la casa. Su madre fue la mejor clienta y para él había sido un privilegio poder siquiera acariciar aquellas piezas tan sofisticadas. De entre las pobres comadres que lo rodeaban con alguna que otra tijera oxidada, siempre aparecía ella abriéndose paso con petulancia para mostrarle sus flamantes adquisiciones. Qué obsesión por los objetos lacerantes; aparecían como hongos en todos los rincones de la casa. No había cajón o gabinete que al abrirlo, no lo asaltara a cualquiera con esas hojas que cortaban la respiración.
La brisa fresca que viene de afuera lo lleva de vuelta hacia la ventana. A lo lejos, la superficie del agua mantiene calmo el barro del fondo de ese mar que en realidad es río.