Hacia el final, cuando yo vivía afuera del país y no podía ir a entregarles el dinero
a mis padres, decidí viajar a Buenos Aires para llegar en viernes.
Desgraciadamente, ya era tarde, todo estaba demasiado mal, no había
con quién hablar, no tenía interlocutores, ni siquiera alguien que me recibiera
el dinero. En la recepción del edificio, antes de subir, el vigilante de la
seguridad me quiso dar una linterna. Con algo de vergüenza y
sin mirarme a la cara, me dijo
que la necesitaría, como si supiera mucho más de lo que él mismo quisiera. No
entendí de qué se trataba.
La bienvenida no pudo ser
peor. Mi madre me abrió con una vela encendida en la mano, que iluminó el palier. Parecía la chica de El exorcista, tenía los ojos
extremadamente pintados de negro y la piel de la cara muy pálida, como si no
hubiera dormido en años. El pelo gris, en algunas partes, incluso, blanco,
revuelto y enredado, le caía sin vida sobre la cara y los hombros.
Tuve que
agarrarme la boca con las dos manos, fue como si me hubieran pellizcado el
nervio de un incisivo sin aviso ni anestesia. El suelo estaba lleno de vidrios que
tapizaban todo el mármol y el parquet, los ventanales del living estaban
estrellados, se podían ver las carpinterías metálicas desnudas, enmarcando el
aire crudo que mostraba una Buenos Aires más truculenta todavía. Había una
fuerte corriente de aire y ahí arriba, en el piso 37, el frío se hacía
insoportable. Pude ver algunos sillones y otros muebles pesados tirados en los
balcones terraza.
Todo era una
verdadera locura: baldes, ollas y
palanganas a medio llenar marcaban la senda a seguir, en pasillos, corredores y
antesalas; decenas de velas
encendidas en los rincones de la casa, velas ya consumidas, velas derritiéndose directamente sobre el
suelo, la alfombra, el parquet, el mármol. Inciensos inmundos tirando humos de
espanto. En las paredes, inscripciones
de laca, grafitis escritos con aerosol: “¿Por qué nos abandonaron?”
A medida que
avanzaba por los ambientes de la casa se hacía más evidente que hacía tiempo que les habían cortado la luz y la
calefacción. En algunas partes soplaba un viento helado. Cuando pasé por la
zona de la pileta cubierta, la vi casi vacía: ¡se estaban tomando el agua
estancada!
Entonces giré
hacia un lado y en medio de una especie de santuario lleno de columnas
encendidas de cera que se derretía, vi a mi papá, que se sacó el sombrero negro
del zeide, el mismo que usó el día del trasplante de Analía, y
vino caminando hacia mí murmurando mi nombre sin parar de repetirlo. Todavía me
reconocía. Tenía los pies
blanquísimos y desnudos, con algunos pelos ralos que
desentonaban en su piel seca, slips blancos, medias de lana a rombos agujereadas. Chancleteaba sobre unos
zapatos viejos que alguna
vez habían sido negros; los cordones desatados y llenos de
nudos. En un costado, a la altura de la cintura, como si fuera un llaverito,
llevaba colgando un papagayo.
Se notaba muerto
de frío, temblaba y tenía la nariz y los labios azules. La boca seca, las comisuras
de los labios con una pasta blanca y amarillenta. Tenía una barba de varios
meses, la mirada triste y brillosa, los ojos llenos de lagañas enormes. Las
cejas tupidas y despeinadas. Los anteojos sucios y con un cristal rajado al
medio. No era un sabio del Sanedrim ni estaba de duelo. No, sólo estaba muy
descuidado. Maltratado. Abandonado. Con el pecho y la espalda descubiertos.
Abrigado tan solo con un talit de hilos de lana. Era el talit grande, el que me
prestó para mi casamiento y que había heredado de su padre. Cuando lo tuve cerca,
vi sus ojos encendidos y entrecerrados, los párpados y los labios que le
temblaban. Nos abrazamos un rato largo. Olía
raro, entre Old Spice, madera de cedro y cabello sucio. Lo escuchaba sollozar
con vergüenza. Estaba en lo que había sido el baño sauna. Ahora, un ambiente
rancio con la luz y el color de un santo sepulcro. Ese parecía ser su refugio,
donde se protegía mejor del frío insoportable que se sentía en su escritorio.
Su biblioteca ya no era un lugar apropiado para resguardarse del maltrato
cotidiano. En las gradas de madera chorreaban las velas y la cera que se
derretía se iba escurriendo por entre las separaciones. En una de las paredes,
como no podían faltar, estaban las fotos de Ben Gurión y del Rebbe de Luvavitch.
La grada del
medio estaba llena de anotadores, de papeles y papelitos, todos garabateados,
como intentos de anotar nombres, para reconstruir quién era él
y para no olvidar a gente importante. A pesar de las letras invertidas y de los
increíbles horrores ortográficos (que para él hubieran sido una indignidad
merecedora de su suicidio en cadena nacional), pude identificar los nombres de
sus hermanos, de sus cuñados, de la bobe, del zeide. Una rayita al lado de los
que creía que ya estaban muertos. También pude reconocer mi nombre, el de
Sandra y el de mi mamá, sin rayitas y aislados dentro de un círculo, flotando
en el centro de un papel de fiambrería. En otro retazo de papel, los nombres de
Sergio y Analía, tachados junto a muchos otros que formaban una columna
interminable…
Debo regresarme al pantano. Ojalá que mi
abogado logre abogar por mis padres, y que la justicia nos conceda el amparo a
la brevedad. En el interín, les dejaré víveres en la recepción del edificio.
Para cuando vengan por mí, ya estaré en el aeropuerto.