jueves, 27 de noviembre de 2014

38. Extraña tensión con la danesa.



Es como la rubia de Match Point, la película de Woody Allen. (Hay una escena emblemática en la cual la pelotita de tenis pega en el borde de la red y ésta se debate entre quedarse o pasar para caer del otro lado.)
Desde que la vi el primer día, siento una enorme curiosidad; hay algo extraño que me despierta fascinación. Es como que no me cierra su belleza, su juventud, su cuasi perfección. Mucho menos me cierra a quién eligió para el matrimonio.
Espío desde la sala grande. Ella y su asistenta están trabajando cada una en su box. Me asomo, disimulo mi presencia, hago más accidental mi saludo y tengo la impresión de que ella se da cuenta a la legua; levanta la mirada adivinando que yo soy yo y me sonríe. Pero me sonríe con muchas ganas, unas ganas que me confunden.
Esto, además de extraño, es peligroso. (Esto, además de confuso, es estúpido, porque me manda en cana con el jefe.) Ella es quien es en la realidad: es la esposa del jefe. Pero hay algo más que no me cierra. No me extrañaría que fuera la hija del inspector y que sólo esté donde está a los efectos de reportar sobre mi existencia y comportamiento cotidiano. Parece la típica espía de la época de la guerra fría. Si no fuera espía, sin duda sería un testigo de identidad reservada.

martes, 25 de noviembre de 2014

48. Revolverán y destruirán.




Buscarán enfurecidos algo que conocen, pero que no saben dónde estará escondido. Durante unos días se concentrarán en la despensa y en la cocina. Volarán zócalos y contrazócalos, darán vuelta las mesadas, martillarán y destruirán con un hacha los gabinetes, los lavabos, las piletas, la grifería, toda la vajilla y la cristalería. A sus pies crujirán los cristales cada vez que se muevan. Nada los detendrá. Permanecerán durante semanas en la zona de los guardarropas. 
En el minúsculo rincón sin espejo, en el que León se resguardará durante la última etapa de su estadía en ese departamento, desarmarán y darán vuelta cada par de medias. Abrirán al medio, con una tijera, las corbatas. Sergio irá cortando con un cuchillo los tapados, los sobretodos, las camperas, los sacos y los trajes. No habrá forro que se resista a tanta suspicacia. Con un serrucho cortará los tacos de los cientos de zapatos de mujer que encontrará allí, y esto desatará la furia de su hermana. Sergio estará seguro de que Analía será capaz de arrastrarse por el piso pidiendo que a ese par no, que a ese zapato lo salve, que no lo arruine. Pero él insistirá en que adentro de las suelas o de los tacos podrá estar lo que tanto buscan. Analía ambicionará esa colección, más variada que la de Imelda Marcos. 
Sergio pesará los candelabros de plata, los adornos de valor, las joyas y las piedras preciosas; se le hará agua la boca. Estudiará todo meticulosamente, y luego de evaluarlo, lo agregará a una lista que irá llevando en un pizarrón blanco desplegado sobre un atril en la recepción. Meterá todo en enormes bolsos de lona negra, que se irán amontonando en la zona de servicio. Sergio se moverá como pez en el agua. Sabe de finanzas y de lavado de dinero. Aprendió con los mejores. León, sin ser consciente del monstruo que creaba, le garantizó educación de la mejor. 
Sergio y Analía se tomarán todo muy en serio, y alternarán la actitud de un par de profesionales con el nerviosismo propio de novatos que improvisan y se desesperan. Al no encontrar lo que buscan, explotarán en agudos arranques de Tourette y exudarán puteadas frenéticas. Repetirán constantemente un “¡¿Dónde mierda lo habrá metido?!”, que irá alternando con unos “¡¿Dónde carajo estará?!”

jueves, 20 de noviembre de 2014

44. Hermanos truculentos, tremendos hijos de puta.




Hacia el final, cuando yo vivía afuera del país y no podía ir a entregarles el dinero a mis padres, decidí viajar a Buenos Aires para llegar en viernes. Desgraciadamente, ya era tarde, todo estaba demasiado mal, no había con quién hablar, no tenía interlocutores, ni siquiera alguien que me recibiera el dinero. En la recepción del edificio, antes de subir, el vigilante de la seguridad me quiso dar una linterna. Con algo de vergüenza y sin mirarme a la cara, me dijo que la necesitaría, como si supiera mucho más de lo que él mismo quisiera. No entendí de qué se trataba.

La bienvenida no pudo ser peor. Mi madre me abrió con una vela encendida en la mano, que iluminó el palier. Parecía la chica de El exorcista, tenía los ojos extremadamente pintados de negro y la piel de la cara muy pálida, como si no hubiera dormido en años. El pelo gris, en algunas partes, incluso, blanco, revuelto y enredado, le caía sin vida sobre la cara y los hombros.

Tuve que agarrarme la boca con las dos manos, fue como si me hubieran pellizcado el nervio de un incisivo sin aviso ni anestesia. El suelo estaba lleno de vidrios que tapizaban todo el mármol y el parquet, los ventanales del living estaban estrellados, se podían ver las carpinterías metálicas desnudas, enmarcando el aire crudo que mostraba una Buenos Aires más truculenta todavía. Había una fuerte corriente de aire y ahí arriba, en el piso 37, el frío se hacía insoportable. Pude ver algunos sillones y otros muebles pesados tirados en los balcones terraza.

Todo era una verdadera locura: baldes, ollas y palanganas a medio llenar marcaban la senda a seguir, en pasillos, corredores y antesalas; decenas de velas encendidas en los rincones de la casa, velas ya consumidas, velas derritiéndose directamente sobre el suelo, la alfombra, el parquet, el mármol. Inciensos inmundos tirando humos de espanto. En las paredes, inscripciones de laca, grafitis escritos con aerosol: “¿Por qué nos abandonaron?”

A medida que avanzaba por los ambientes de la casa se hacía más evidente que hacía tiempo que les habían cortado la luz y la calefacción. En algunas partes soplaba un viento helado. Cuando pasé por la zona de la pileta cubierta, la vi casi vacía: ¡se estaban tomando el agua estancada!

Entonces giré hacia un lado y en medio de una especie de santuario lleno de columnas encendidas de cera que se derretía, vi a mi papá, que se sacó el sombrero negro del zeide, el mismo que usó el día del trasplante de Analía, y vino caminando hacia mí murmurando mi nombre sin parar de repetirlo. Todavía me reconocía. Tenía los pies blanquísimos y desnudos, con algunos pelos ralos que desentonaban en su piel seca, slips blancos, medias de lana a rombos agujereadas. Chancleteaba sobre unos zapatos viejos que alguna vez habían sido negros; los cordones desatados y llenos de nudos. En un costado, a la altura de la cintura, como si fuera un llaverito, llevaba colgando un papagayo.

Se notaba muerto de frío, temblaba y tenía la nariz y los labios azules. La boca seca, las comisuras de los labios con una pasta blanca y amarillenta. Tenía una barba de varios meses, la mirada triste y brillosa, los ojos llenos de lagañas enormes. Las cejas tupidas y despeinadas. Los anteojos sucios y con un cristal rajado al medio. No era un sabio del Sanedrim ni estaba de duelo. No, sólo estaba muy descuidado. Maltratado. Abandonado. Con el pecho y la espalda descubiertos. Abrigado tan solo con un talit de hilos de lana. Era el talit grande, el que me prestó para mi casamiento y que había heredado de su padre. Cuando lo tuve cerca, vi sus ojos encendidos y entrecerrados, los párpados y los labios que le temblaban. Nos abrazamos un rato largo. Olía raro, entre Old Spice, madera de cedro y cabello sucio. Lo escuchaba sollozar con vergüenza. Estaba en lo que había sido el baño sauna. Ahora, un ambiente rancio con la luz y el color de un santo sepulcro. Ese parecía ser su refugio, donde se protegía mejor del frío insoportable que se sentía en su escritorio. Su biblioteca ya no era un lugar apropiado para resguardarse del maltrato cotidiano. En las gradas de madera chorreaban las velas y la cera que se derretía se iba escurriendo por entre las separaciones. En una de las paredes, como no podían faltar, estaban las fotos de Ben Gurión y del Rebbe de Luvavitch.

La grada del medio estaba llena de anotadores, de papeles y papelitos, todos garabateados, como intentos de anotar nombres, para reconstruir quién era él y para no olvidar a gente importante. A pesar de las letras invertidas y de los increíbles horrores ortográficos (que para él hubieran sido una indignidad merecedora de su suicidio en cadena nacional), pude identificar los nombres de sus hermanos, de sus cuñados, de la bobe, del zeide. Una rayita al lado de los que creía que ya estaban muertos. También pude reconocer mi nombre, el de Sandra y el de mi mamá, sin rayitas y aislados dentro de un círculo, flotando en el centro de un papel de fiambrería. En otro retazo de papel, los nombres de Sergio y Analía, tachados junto a muchos otros que formaban una columna interminable…

Debo regresarme al pantano. Ojalá que mi abogado logre abogar por mis padres, y que la justicia nos conceda el amparo a la brevedad. En el interín, les dejaré víveres en la recepción del edificio. Para cuando vengan por mí, ya estaré en el aeropuerto.


martes, 18 de noviembre de 2014

25. Año bisiesto.





Ayer fue el cumpleaños de mi ex hermano. ¿Se puede tener un ex hermano? ¿Se puede dejar de ser hermano? Siempre me había preguntado cuándo festejaría él, en caso de haber nacido un 29 en vez de un 28. ¿Hubiera cumplido sólo cada cuatro años? Ahora me pregunto si está vivo y, de ser así, cómo hace para poder hacerlo. (Me refiero a vivir.)
El tema de la misma sangre, ese famoso determinismo. Siempre será así, nada lo podrá cambiar. Ser hermanos, misma sangre, a pesar de los resultados en contrario arrojados por los análisis que todos nos hicimos para determinar cuál de nosotros sería el donante de médula para nuestra hermana: yo era distinto al resto, casi totalmente. Mismo grupo sanguíneo, distintos antígenos. Entre ellos, casi idénticos y, a su vez, mucho gen de mi madre. Yo era el diferente, similar a mi papá; sólo podría donar plaquetas después de ser filtradas. Anyway: one blood!
Mi hermano se hace pasar por médico, nunca hizo la residencia, pero tiene una cueva para lavar dinero. Puso un servicio de diagnóstico por imágenes con los equipos que se afanó del sanatorio. Esta actividad la usa como fachada para encubrir la verdadera, la de usurero, la de prestamista. Supe que también cambia cheques. Con el capital que se robó, armó la financiera trucha. ¿Cómo es posible? ¿Es Shylock García, el personaje de Agustín Cuzzani? (Una libra de carne, la versión argentina de El mercader de Venecia, la hicimos en teatro en el colegio.)
¿Siempre habrá sido así Sergio y yo no me di cuenta o fue un cambio acelerado por los esteroides que le dio mi papá? ¿Pudo haberse contagiado Analía de la maldad al recibir la médula de Sergio? Esta Analía no es la misma.