martes, 20 de enero de 2015

434. Apenas un deseo.




431. Nunca creí que llegaría tan lejos.

El clic del interruptor me lo mostró todo. Imposible respirar, una náusea me partió al medio. Ahí estaba él, mi Tribilín, el regalo de la abu, despatarrado contra las puertas del placard, con los ojos en blanco mirando hacia el techo; tenía el hocico y las orejas mutiladas. Lo había desfigurado. Una pieza de acero aún latía en la entrepierna del cadáver. La vieja camiseta tenía un agujero a la altura del pecho; era el epicentro de una herida de la que todavía seguía brotando, humeante, una salsa viscosa. Se me heló la nariz y no pude contener un vómito que enchastró la alfombra de la habitación con los restos de mi viaje de regreso.
Me restregué la cara contra un almohadón de pana que estaba sobre la cama. Estaba muy asustado y el olor era insoportable. Espié una vez más a mi pobre Tribilín: sus mitones negros colgaban sin fuerzas sobre los costados de su cuerpo, parecían pedirme disculpas. Otro espasmo me escondió detrás del almohadón. La perra, refugiada debajo de la cama, gimió con mayor intensidad. La voz de mi madre apareció de la nada, como si nunca hubiera abandonado la habitación. Con una dulzura que ni siquiera sonaba impostada, me preguntó: “¿No pensás felicitarme por tu cumpleaños? Nunca te olvides de lo que me hiciste sufrir en el parto.” La sombra de su cuerpo destilaba vapores de whisky. Corrí apenas el almohadón, y la piel se me erizó: era un espectro. La tenue luz ámbar sólo le iluminaba el rostro, apenas se le veían los orificios de los ojos. Tenía la cara cubierta con una máscara de crema blanca y el pelo había desaparecido debajo de una media de seda. Sin variar el tono, me dijo que me tenía otra sorpresa, que me había preparado mi plato preferido: “Danielito, limpiá este desastre y andá a comer, ya tenés todo servido. Yo me voy a acostar.”


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