martes, 30 de diciembre de 2014

283. Rescataba gente de los milicos.





487. Como pasaba con las golosinas en las Malvinas.

Tú y muchos otros miles de chicos escribieron dedicatorias en golosinas que regalaron para que fueran enviadas a los soldados que combatían en el frente contra los ingleses. Luego el país enfrentaría la vergüenza de enterarse que esas golosinas nunca habían sido entregadas a sus destinatarios sino que fueron revendidas y comercializadas en los kioscos de Buenos Aires y del resto del país. Se publicó la historia del chico que por casualidad compró el chocolate que tenía su propia dedicatoria. De película, de Argentina…


martes, 23 de diciembre de 2014

119. En las aguas de aquel lago enviciado.





Éramos unos cuatrocientos competidores los que pertenecíamos al mismo grupo de edad. La desesperación y el alboroto de todos los que intentaban hundir su cuerpo en el agua habían roto la paz del sedimento que descansaba entre verdoso y anaranjado en el fondo del lago. El agua batida removía el barro, que desprendía un olor putrefacto, como a azufre de riacho contaminado. No se veía nada. Cuando ya los brazos tenían que hacer su trabajo para mantenerme a flote, tuve que sacarme algas y ramas de la cara y del cuello. A pesar de haber escupido, enjuagado y lamido los cristales de las antiparras para que no se empañaran, en cuanto saqué el cuello del agua para hacerme una composición de lugar, no logré divisar las boyas amarillas que marcaban el camino a seguir.

Estaba raro el ambiente en esas aguas. Temía por una extraña tranquilidad que escondiera algo traicionero. Había demasiadas embarcaciones de lanchas y kayaks sobre el costado izquierdo. Muchos guardavidas nos miraban expectantes con la certeza de que algo malo no tardaría en sucedernos. Me costaba avanzar, lograr que mis brazos traccionaran el agua hacia atrás. Sentía vaciar el océano en cucharitas de café. Comencé a correrme lo más rápido que pude hacia el costado contrario a las boyas. Si no me quitaba del camino, los grupos que largaron algunos minutos más tarde que yo, pronto me pasarían por arriba. Igual, no era fácil mantenerme alejado sobre la derecha. En esta carrera el truco no funcionaba. Había gente por todos lados. Nadie veía realmente por dónde debía ir. Así es que comencé a ver a muchos nadadores que empezaron a asustarse y a pedir auxilio con las manos. Incluso, hubo algunos con ataques de pánico.

Observé la costa, estaba lejos. Me dio vértigo. Un árbitro arriba de un kayak notó mi mirada y me gritó desaforado, como un soldado atacando una colina de enemigos: “You are half way through. Looking good, come on. Do not even think on quitting, just keep going!”

jueves, 18 de diciembre de 2014

214. El asalto.


La anciana pareció entender y empezó a sollozar aterrorizada, rogando que no se metieran con él. Corrió rengueando por el corredor; al llegar a la vitrina su cuerpo menudo se abalanzó sobre el objeto y se aferró con toda su fuerza de las manijas, que como orejas, caían sobre los costados del bronce reluciente. Mientras lo abrazaba, le suplicaba que lo dejara en paz, que con ella podía hacer lo que quisiera. De sus labios finos y pequeños se desprendía un tremor. En un murmullo casi religioso, le advertía que Dios iba a castigarlos, que ya habían hecho demasiado daño. El de verde, desencajado, le arrebató el bastón y le pegó con fuerza en los nudillos. La anciana gritó de dolor y sus manos se abrieron perdiendo las manijas que ya no podía asir. El objeto se estrelló contra el piso y se desarmó. Joyas y decenas de pequeños brillantes se desparramaron por el parqué del living. El de verde pateó con odio el vientre abultado del objeto y le recriminó a la anciana por haber tratado de esconder la fortuna que les pertenecía. Luego, rió a carcajadas mostrando su dentadura perfecta. Apurado, reptó de zócalo a zócalo, veta por veta, recogiendo las alhajas y las piedras preciosas que luego colocaba dentro de una bolsa traída para ello. La anciana lloraba desconsolada, mientras se frotaba las manos doloridas. Se le caían las lágrimas y murmuraba llena de espanto: “Dios me libre y me guarde”… 



La mujer que vestía de blanco era mi hermana Analía. El hombre de verde que iba de enfermero, mi hermano Sergio, el mayor. La anciana se llamaba Leonilda Dubnov y era mi abuela. Lo que tanto ella abrazaba era su viejo samovar. Sus padres lo habían traído cuando escapaban de los pogroms, en la Rusia antisemita de los zares. Ni jueces, ni fiscales, ni abogados, tuvieron interés en ayudarla. Falleció apenas un año atrás. Ayer terminé de pagar su sepultura.


martes, 16 de diciembre de 2014

171. Nueva York, 11 de septiembre: América bajo ataque.




Me estremece la voz de mi mujer que grita histérica mi nombre mientras atorada en su propio llanto, me recrimina haberme llamado un millón de veces. Habla de un agujero negro lleno de fuego. Lo repite dos, tres, cinco veces. Fuera de sí me dice que lo que están viendo es una locura absoluta. No entiendo nada y le pido que se tranquilice. Ella intenta contarme algo, pero enseguida se saca y vuelve a entrar en pánico. Aúlla diciendo que Juan está muerto de miedo y que apenas puede respirar de la angustia. Entiendo entre sus sollozos algo así como que la que imagen que Juan vio nunca más se le podrá olvidar. De fondo, me electrizan los alaridos de mi hijo; imagino sus ojos verdosos inundados de terror. Siento un golpeteo arrollador en la sien. Mi mujer sigue hablando como sin retorno, gritándome que están totalmente aturdidos, que cuando bajaba con Juan por el ascensor para ir al mercado escucharon una explosión que sacudió todo el edificio y que cortó la luz por unos minutos. Pienso en el ascensor a oscuras, en una tumba de acero inoxidable. El pulso se me dispara. Mi mujer vuelve a gritar de terror, dice que la gente se arroja al vacío envuelta en llamas.

Todos vemos en vivo y sin ningún tipo de advertencia, cómo un avión de pasajeros se ladea de costado y se acomoda para estrellarse justo de lleno en la mitad de la otra Torre. Una bola de fuego sale por el otro extremo del edificio y de inmediato la imagen es una densa mezcla de llamas y polvo gris que sale disparado en todas direcciones. Estoy paralizado. Mi reloj marca las nueve y tres minutos de la mañana.

viernes, 12 de diciembre de 2014

268. La cúpula de la DAIA y de la AMIA.



Una vez por mes, se reunían en comité, el embajador y los dirigentes de la comunidad judía en Argentina. El maté de ese día se hizo en la residencia del embajador. Vivíamos en el mismo edificio. (En el departamento del que mis hermanos secuestraron a mis padres.) Mi papá y el embajador se encontraban con frecuencia a charlar, indistintamente en su casa o en la nuestra.

En Wall Street todas las pantallas se habían congelado con la imagen en ruido blanco. Nadie entendía nada. Las transacciones en Buenos Aires estaban suspendidas. CNN mostraba el cielo de esa parte de la Capital Federal cubierto por una enorme nube de polvo. Tenía forma de hongo. Era cierto, era altamente probable que mi papá estuviera en la embajada ese día.

martes, 9 de diciembre de 2014

71. Esperábamos en el living de un departamento.



Desde chico, yo acompañaba a mi papá a visitar al rabino Mitón. Se decía que hacía milagros y veía lo que nadie podía ver. Era un rabino muy exclusivo y sólo un círculo reducido accedía a él. La primera vez que fuimos a verlo pretendía haber recibido la revelación divina sobre el lugar en donde mantenían secuestrado a un chico de diez años. Los padres también estaban ahí, desesperados y dispuestos a lo que fuera. Al día siguiente apareció su cuerpo sin vida, a tres mil kilómetros del lugar marcado por el rabino en un mapa. Para que Mitón te atendiera, había que estar altamente recomendado y además debías hacerle una enorme donación de dinero para las obras de caridad que él lideraba. Mientras todos esperábamos su audiencia sentados en los sofás del living de recepción, teníamos que mirar un video en el que presentaban las aventuras filantrópicas del rabino. Hoy Mitón ya no es tan exclusivo; todos los políticos y empresarios, judíos y no judíos, que quieren saber si sus gestiones o inversiones funcionarán, buscan el visto bueno, la declaración de kashrut de este gran maestro. El tipo mezcla cosas de la Kabbalah y hace numerología con nombres, fechas y otros datos de las personas que acuden a él. Hasta la presidenta de la nación lo consultó, entre otras cosas, sobre la salud de su esposo antes de que éste muriera apenas quince días más tarde. También mi hermano Sergio lo consultó por su infertilidad, y Mitón lo obligó a ponerse las bolas de un toro virgen sobre su prominente pelada, a modo de turbante, y a caminar diariamente dos horas bajo el sol del mediodía durante toda la primavera porteña. Lo hizo, y cada día veíamos a Sergio caminar sudoroso y con las bolas del Red Heifer en la cabeza. No logró tener hijos.

jueves, 4 de diciembre de 2014

55. El circo fue convocado por el enano mayor.



El imbécil de lengua geográfica y zapatillas rojas. La banda sonora llevaba taladros, clavos, martillos, y hasta palas, por si acaso. La rubia y su colaboradora se encargaron de los canapés de polenta. Algo tenía que haber para convidar a la concurrencia. El jefe vigilaba desde afuera por si llegaba el inspector. De las oficinas del edificio, y aun antes de abrir la puerta, caían los invitados: el sastre, la masajista, el contador árabe y seis notarios para dar fe. Los enanos del jardín de enfrente aparecieron con bandanas y pantalones de colores uno arriba del otro. Todo el mundo se rozaba dentro de la diminuta oficina. Los enanos sostenían el nivel mientras la masajista marcaba las crucecitas con un lápiz negro. Como apareció el dentista, le encargaron que se ocupara del taladro. El enano mayor se salía de sí mismo, ese era el día que tanto estuvo esperando. Disparaba órdenes prusianas que todos acataban a ciegas. El contador árabe dirigía la banda sonora sosteniendo los diplomas en alto para luego encastrarlos uno por uno. La colaboradora de la rubia frotaba los vidrios con una gamuza para sacarle brillo a los diplomas. El frenesí duró más de diez horas. A eso de la medianoche los dispersó una redada. Se sospecha que el del rifle no era otro que el inspector.

martes, 2 de diciembre de 2014

90. Un rojo más denso.



Sentí de pronto una sed interminable y no dudé en vaciar lo que quedaba en aquellas botellas en mi garganta. Luego, terminé de arrojar cada una de las prendas que llevaba puestas. No me importaba nada. Desaté el pañuelo de la cabeza y me lo anudé en el cuello. Estaba totalmente desnudo, parado sobre uno de los bordes de la piscina. A las inspectoras esto las provocaba y me esperaban desafiantes formadas una al lado de las otra, arrojándose entre ellas aquel líquido tan rojo y tan púrpura a la vez. Se besaban y se mordisqueaban entre ellas. Compartían sus lenguas plenas de alcohol y se relamían los pechos de manera alternada para de inmediato propinarse secos cachetazos mojados, mostrando qué jurisdicción era la que mandaba, quién de ellas tenía más poder. Tampoco me importaba ocultar la erección que tenía entre mis piernas. Decidí quitarme también el pañuelo que llevaba al cuello y me hice un fuerte torniquete en la base del pene inflamado. La sangre ignoraba la contención y fluía para llenar los tejidos cavernosos. Ellas también habían perdido el control y me ordenaron que me arrojara de una vez al estanque para mostrarles y entregarles lo que les correspondía antes de que se arrepintieran y tuvieran que tomar medidas coercitivas.