miércoles, 14 de enero de 2015

432. Pero su madre no usaba solamente cuchillos en sus escaladas perversas.




430. El grito del portero eléctrico lo arranca de las profundidades.

Una sorpresiva irrupción que igual agradece. Se aleja de la ventana y va hasta la cocina para atender. Le preguntan si tiene algo para afilar. Parece ser don Ramón, el afilador, haciendo su ronda del mediodía. Lo recuerda ya anciano, con el esmeril montado en la parte de atrás de su legendaria Wanderer. Se le escurre una sonrisa de media cara. “¡Qué patético!” —piensa. “Sí —debería haber contestado—, la colección entera de cuchillos que mi madre cultivó hasta que la encerraron.”
Don Ramón parece haber adivinado que hay alguien en la casa. Su madre fue la mejor clienta y para él había sido un privilegio poder siquiera acariciar aquellas piezas tan sofisticadas. De entre las pobres comadres que lo rodeaban con alguna que otra tijera oxidada, siempre aparecía ella abriéndose paso con petulancia para mostrarle sus flamantes adquisiciones. Qué obsesión por los objetos lacerantes; aparecían como hongos en todos los rincones de la casa. No había cajón o gabinete que al abrirlo, no lo asaltara a cualquiera con esas hojas que cortaban la respiración.
La brisa fresca que viene de afuera lo lleva de vuelta hacia la ventana. A lo lejos, la superficie del agua mantiene calmo el barro del fondo de ese mar que en realidad es río.

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