430. El grito del
portero eléctrico lo arranca de las profundidades.
Una sorpresiva irrupción que igual agradece. Se aleja de la ventana y va
hasta la cocina para atender. Le preguntan si tiene algo para afilar. Parece
ser don Ramón, el afilador, haciendo su ronda del mediodía. Lo recuerda ya
anciano, con el esmeril montado en la parte de atrás de su legendaria
Wanderer. Se le escurre una sonrisa de media cara. “¡Qué patético!”
—piensa. “Sí —debería haber contestado—, la colección entera de cuchillos que
mi madre cultivó hasta que la encerraron.”
Don Ramón parece haber adivinado que hay alguien en la casa. Su
madre fue la mejor clienta y para él había sido un privilegio poder siquiera
acariciar aquellas piezas tan sofisticadas. De entre las pobres comadres que lo
rodeaban con alguna que otra tijera oxidada, siempre aparecía ella abriéndose
paso con petulancia para mostrarle sus flamantes adquisiciones. Qué obsesión
por los objetos lacerantes; aparecían como hongos en todos los rincones de la
casa. No había cajón o gabinete que al abrirlo, no lo asaltara a cualquiera con
esas hojas que cortaban la respiración.
La brisa fresca que viene de afuera lo lleva de vuelta hacia la ventana.
A lo lejos, la superficie del agua mantiene calmo el barro del fondo de ese mar
que en realidad es río.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario