jueves, 20 de noviembre de 2014

44. Hermanos truculentos, tremendos hijos de puta.




Hacia el final, cuando yo vivía afuera del país y no podía ir a entregarles el dinero a mis padres, decidí viajar a Buenos Aires para llegar en viernes. Desgraciadamente, ya era tarde, todo estaba demasiado mal, no había con quién hablar, no tenía interlocutores, ni siquiera alguien que me recibiera el dinero. En la recepción del edificio, antes de subir, el vigilante de la seguridad me quiso dar una linterna. Con algo de vergüenza y sin mirarme a la cara, me dijo que la necesitaría, como si supiera mucho más de lo que él mismo quisiera. No entendí de qué se trataba.

La bienvenida no pudo ser peor. Mi madre me abrió con una vela encendida en la mano, que iluminó el palier. Parecía la chica de El exorcista, tenía los ojos extremadamente pintados de negro y la piel de la cara muy pálida, como si no hubiera dormido en años. El pelo gris, en algunas partes, incluso, blanco, revuelto y enredado, le caía sin vida sobre la cara y los hombros.

Tuve que agarrarme la boca con las dos manos, fue como si me hubieran pellizcado el nervio de un incisivo sin aviso ni anestesia. El suelo estaba lleno de vidrios que tapizaban todo el mármol y el parquet, los ventanales del living estaban estrellados, se podían ver las carpinterías metálicas desnudas, enmarcando el aire crudo que mostraba una Buenos Aires más truculenta todavía. Había una fuerte corriente de aire y ahí arriba, en el piso 37, el frío se hacía insoportable. Pude ver algunos sillones y otros muebles pesados tirados en los balcones terraza.

Todo era una verdadera locura: baldes, ollas y palanganas a medio llenar marcaban la senda a seguir, en pasillos, corredores y antesalas; decenas de velas encendidas en los rincones de la casa, velas ya consumidas, velas derritiéndose directamente sobre el suelo, la alfombra, el parquet, el mármol. Inciensos inmundos tirando humos de espanto. En las paredes, inscripciones de laca, grafitis escritos con aerosol: “¿Por qué nos abandonaron?”

A medida que avanzaba por los ambientes de la casa se hacía más evidente que hacía tiempo que les habían cortado la luz y la calefacción. En algunas partes soplaba un viento helado. Cuando pasé por la zona de la pileta cubierta, la vi casi vacía: ¡se estaban tomando el agua estancada!

Entonces giré hacia un lado y en medio de una especie de santuario lleno de columnas encendidas de cera que se derretía, vi a mi papá, que se sacó el sombrero negro del zeide, el mismo que usó el día del trasplante de Analía, y vino caminando hacia mí murmurando mi nombre sin parar de repetirlo. Todavía me reconocía. Tenía los pies blanquísimos y desnudos, con algunos pelos ralos que desentonaban en su piel seca, slips blancos, medias de lana a rombos agujereadas. Chancleteaba sobre unos zapatos viejos que alguna vez habían sido negros; los cordones desatados y llenos de nudos. En un costado, a la altura de la cintura, como si fuera un llaverito, llevaba colgando un papagayo.

Se notaba muerto de frío, temblaba y tenía la nariz y los labios azules. La boca seca, las comisuras de los labios con una pasta blanca y amarillenta. Tenía una barba de varios meses, la mirada triste y brillosa, los ojos llenos de lagañas enormes. Las cejas tupidas y despeinadas. Los anteojos sucios y con un cristal rajado al medio. No era un sabio del Sanedrim ni estaba de duelo. No, sólo estaba muy descuidado. Maltratado. Abandonado. Con el pecho y la espalda descubiertos. Abrigado tan solo con un talit de hilos de lana. Era el talit grande, el que me prestó para mi casamiento y que había heredado de su padre. Cuando lo tuve cerca, vi sus ojos encendidos y entrecerrados, los párpados y los labios que le temblaban. Nos abrazamos un rato largo. Olía raro, entre Old Spice, madera de cedro y cabello sucio. Lo escuchaba sollozar con vergüenza. Estaba en lo que había sido el baño sauna. Ahora, un ambiente rancio con la luz y el color de un santo sepulcro. Ese parecía ser su refugio, donde se protegía mejor del frío insoportable que se sentía en su escritorio. Su biblioteca ya no era un lugar apropiado para resguardarse del maltrato cotidiano. En las gradas de madera chorreaban las velas y la cera que se derretía se iba escurriendo por entre las separaciones. En una de las paredes, como no podían faltar, estaban las fotos de Ben Gurión y del Rebbe de Luvavitch.

La grada del medio estaba llena de anotadores, de papeles y papelitos, todos garabateados, como intentos de anotar nombres, para reconstruir quién era él y para no olvidar a gente importante. A pesar de las letras invertidas y de los increíbles horrores ortográficos (que para él hubieran sido una indignidad merecedora de su suicidio en cadena nacional), pude identificar los nombres de sus hermanos, de sus cuñados, de la bobe, del zeide. Una rayita al lado de los que creía que ya estaban muertos. También pude reconocer mi nombre, el de Sandra y el de mi mamá, sin rayitas y aislados dentro de un círculo, flotando en el centro de un papel de fiambrería. En otro retazo de papel, los nombres de Sergio y Analía, tachados junto a muchos otros que formaban una columna interminable…

Debo regresarme al pantano. Ojalá que mi abogado logre abogar por mis padres, y que la justicia nos conceda el amparo a la brevedad. En el interín, les dejaré víveres en la recepción del edificio. Para cuando vengan por mí, ya estaré en el aeropuerto.


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