martes, 16 de diciembre de 2014

171. Nueva York, 11 de septiembre: América bajo ataque.




Me estremece la voz de mi mujer que grita histérica mi nombre mientras atorada en su propio llanto, me recrimina haberme llamado un millón de veces. Habla de un agujero negro lleno de fuego. Lo repite dos, tres, cinco veces. Fuera de sí me dice que lo que están viendo es una locura absoluta. No entiendo nada y le pido que se tranquilice. Ella intenta contarme algo, pero enseguida se saca y vuelve a entrar en pánico. Aúlla diciendo que Juan está muerto de miedo y que apenas puede respirar de la angustia. Entiendo entre sus sollozos algo así como que la que imagen que Juan vio nunca más se le podrá olvidar. De fondo, me electrizan los alaridos de mi hijo; imagino sus ojos verdosos inundados de terror. Siento un golpeteo arrollador en la sien. Mi mujer sigue hablando como sin retorno, gritándome que están totalmente aturdidos, que cuando bajaba con Juan por el ascensor para ir al mercado escucharon una explosión que sacudió todo el edificio y que cortó la luz por unos minutos. Pienso en el ascensor a oscuras, en una tumba de acero inoxidable. El pulso se me dispara. Mi mujer vuelve a gritar de terror, dice que la gente se arroja al vacío envuelta en llamas.

Todos vemos en vivo y sin ningún tipo de advertencia, cómo un avión de pasajeros se ladea de costado y se acomoda para estrellarse justo de lleno en la mitad de la otra Torre. Una bola de fuego sale por el otro extremo del edificio y de inmediato la imagen es una densa mezcla de llamas y polvo gris que sale disparado en todas direcciones. Estoy paralizado. Mi reloj marca las nueve y tres minutos de la mañana.

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