jueves, 18 de diciembre de 2014

214. El asalto.


La anciana pareció entender y empezó a sollozar aterrorizada, rogando que no se metieran con él. Corrió rengueando por el corredor; al llegar a la vitrina su cuerpo menudo se abalanzó sobre el objeto y se aferró con toda su fuerza de las manijas, que como orejas, caían sobre los costados del bronce reluciente. Mientras lo abrazaba, le suplicaba que lo dejara en paz, que con ella podía hacer lo que quisiera. De sus labios finos y pequeños se desprendía un tremor. En un murmullo casi religioso, le advertía que Dios iba a castigarlos, que ya habían hecho demasiado daño. El de verde, desencajado, le arrebató el bastón y le pegó con fuerza en los nudillos. La anciana gritó de dolor y sus manos se abrieron perdiendo las manijas que ya no podía asir. El objeto se estrelló contra el piso y se desarmó. Joyas y decenas de pequeños brillantes se desparramaron por el parqué del living. El de verde pateó con odio el vientre abultado del objeto y le recriminó a la anciana por haber tratado de esconder la fortuna que les pertenecía. Luego, rió a carcajadas mostrando su dentadura perfecta. Apurado, reptó de zócalo a zócalo, veta por veta, recogiendo las alhajas y las piedras preciosas que luego colocaba dentro de una bolsa traída para ello. La anciana lloraba desconsolada, mientras se frotaba las manos doloridas. Se le caían las lágrimas y murmuraba llena de espanto: “Dios me libre y me guarde”… 



La mujer que vestía de blanco era mi hermana Analía. El hombre de verde que iba de enfermero, mi hermano Sergio, el mayor. La anciana se llamaba Leonilda Dubnov y era mi abuela. Lo que tanto ella abrazaba era su viejo samovar. Sus padres lo habían traído cuando escapaban de los pogroms, en la Rusia antisemita de los zares. Ni jueces, ni fiscales, ni abogados, tuvieron interés en ayudarla. Falleció apenas un año atrás. Ayer terminé de pagar su sepultura.


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